Elena miraba con tristeza el
cielo gris sobre la muchedumbre agolpada en el puerto esperando alguna noticia acerca
del naufragio. Habían pasado dos días y no había señales de John; las
esperanzas iban mermando con las horas y el viento solo traía olor a desgracia,
a muerte. En la parte más alta del puerto estaba su esposa. Se veía tan vacía
con la mirada perdida en el horizonte. Nada salía de ella, ni un sonido, ni una
lágrima. Tal vez ni siquiera pensaba en John o eso era lo que él le hacía creer
a Elena. Llevaba dos meses en aquel puerto y jamás olvidaría el día en que lo
vio por primera vez sobre su barco, con
su piel dorada y sudorosa después de un largo día de pesca. Recordó la mirada de
John llena de deseo recorriendo las curvas de su cuerpo voluptuoso mientras él
sostenía una pipa entre sus labios. No podía evitar sentirse intimidada y a la
vez extasiada con la forma en que la mirada de aquel hombre atravesaba su alma.
Ella llevaba puesto su vestido blanco de domingo, apropiado para el calor del
mediodía. Cuando ella pasó frente a su barco no pudo evitar desearlo también y
estaba lejos de imaginar que aquel mismo día ella iba a ser suya. Nunca creyó
terminar enredada en aquellas sábanas y en el sudor de su piel, mientras dejaba
sus gemidos de placer sobre la almohada. No fueron necesarias las palabras,
solo se sintieron, se acariciaron y desaparecieron en un beso con el resplandor
de la luna llena. Había perdido la cuenta de las noches y los días que pasaron
juntos, dos semanas se convirtieron en dos siglos a su lado. Ahora tenía miedo,
había olvidado que aún era una hembra fértil, llena de vida y de juventud y sus
sospechas habían crecido con la interminable espera. ¿Sería posible acaso? Por
primera vez no se sintió enferma al concebir la idea de tener un hijo. Había
logrado llegar hasta aquel lugar huyendo de
la sumisión y el maltrato, y lo último que deseaba era condenar a otro
ser humano a prolongar su sufrimiento. Pero ahora era distinto, había encontrado
la paz y tranquilidad que tanto anhelaba y no tenía que huir más porque su pasado
había desaparecido y yacía seis metros bajo tierra en un lugar muy lejano. ¿Y
si John regresara, sería capaz de anunciarle que iba a tener otro hijo? Probablemente nunca
encontraría el valor para hacerlo. Volvería a escapar y criaría a su hijo lejos
de aquel lugar. Le contaría historias asombrosas sobre su padre pescando en el
mar y viajando por lugares exóticos. Elena
volvió a mirar hacia la multitud y la angustia y el dolor seguían presentes tras
la larga espera. No había un solo rastro del barco o de su tripulante. Las olas embravecidas rugían anunciando que aquel valiente marino seguramente había
sido devorado por el mar. Elena abandonó aquel lugar con la esperanza perdida y
comenzó a andar el camino fangoso rumbo hacia su casa. Sentía un dolor en el
pecho y sus piernas parecían no responderle a cada paso que daba. ¿Cómo en un
instante pudo tener toda la felicidad del mundo en sus manos y al día siguiente
sentir que había perdido todo lo que amaba? Entonces recuperó la esperanza, una
parte de él podría estar creciendo en su vientre y para ella eso era suficiente.
Cuando entró a su casa se sintió en un lugar extraño, ajeno; el olor a humedad
y el silencio le habían hecho olvidar como era su vida antes de conocer a John.
Fue a su habitación y cerró los ojos. Sintió a John llegando a su puerta, había
sobrevivido después de todo. Ella acariciaba su rostro y sus lágrimas se mezclaban con las de él
mientras la tomaba en sus brazos. Sintió sus manos ásperas acariciando su
vientre hinchado, deseando la llegada de su hijo. Escuchó la risa de su hijo
junto a su padre mientras los dos trataban de pescar algo en la playa para la
cena. Nunca había sido tan feliz de imaginar su vida al lado John. De repente
sintió un dolor agudo en su vientre. Sentía que estaban desgarrando su único
tesoro, lo único que le quedaba de aquel hombre. Quiso gritar, pero sabía que
nadie respondería, nadie vendría a ayudarla. Solo quiso arrodillarse y rezar
por su dolor. Un hilo de sangre comenzó
a correr por su entrepierna y lloró inconsolablemente. Ahora ya no le quedaba
nada de aquel hombre porque el mar se lo
había llevado para siempre.
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