sábado, 19 de abril de 2014

Despedida

Elena miraba con tristeza el cielo gris sobre la muchedumbre agolpada en el puerto esperando alguna noticia acerca del naufragio. Habían pasado dos días y no había señales de John; las esperanzas iban mermando con las horas y el viento solo traía olor a desgracia, a muerte. En la parte más alta del puerto estaba su esposa. Se veía tan vacía con la mirada perdida en el horizonte. Nada salía de ella, ni un sonido, ni una lágrima. Tal vez ni siquiera pensaba en John o eso era lo que él le hacía creer a Elena. Llevaba dos meses en aquel puerto y jamás olvidaría el día en que lo vio por primera vez  sobre su barco, con su piel dorada y sudorosa después de un largo día de pesca. Recordó la mirada de John llena de deseo recorriendo las curvas de su cuerpo voluptuoso mientras él sostenía una pipa entre sus labios. No podía evitar sentirse intimidada y a la vez extasiada con la forma en que la mirada de aquel hombre atravesaba su alma. Ella llevaba puesto su vestido blanco de domingo, apropiado para el calor del mediodía. Cuando ella pasó frente a su barco no pudo evitar desearlo también y estaba lejos de imaginar que aquel mismo día ella iba a ser suya. Nunca creyó terminar enredada en aquellas sábanas y en el sudor de su piel, mientras dejaba sus gemidos de placer sobre la almohada. No fueron necesarias las palabras, solo se sintieron, se acariciaron y desaparecieron en un beso con el resplandor de la luna llena. Había perdido la cuenta de las noches y los días que pasaron juntos, dos semanas se convirtieron en dos siglos a su lado. Ahora tenía miedo, había olvidado que aún era una hembra fértil, llena de vida y de juventud y sus sospechas habían crecido con la interminable espera. ¿Sería posible acaso? Por primera vez no se sintió enferma al concebir la idea de tener un hijo. Había logrado llegar hasta aquel lugar huyendo de  la sumisión y el maltrato, y lo último que deseaba era condenar a otro ser humano a prolongar su sufrimiento. Pero ahora era distinto, había encontrado la paz y tranquilidad que tanto anhelaba y no tenía que huir más porque su pasado había desaparecido y yacía seis metros bajo tierra en un lugar muy lejano. ¿Y si John regresara, sería capaz de anunciarle  que iba a tener otro hijo? Probablemente nunca encontraría el valor para hacerlo. Volvería a escapar y criaría a su hijo lejos de aquel lugar. Le contaría historias asombrosas sobre su padre pescando en el mar y viajando por lugares exóticos.  Elena volvió a mirar hacia la multitud y la angustia y el dolor seguían presentes tras la larga espera. No había un solo rastro del barco o de su tripulante. Las olas embravecidas rugían anunciando que aquel valiente marino seguramente había sido devorado por el mar. Elena abandonó aquel lugar con la esperanza perdida y comenzó a andar el camino fangoso rumbo hacia su casa. Sentía un dolor en el pecho y sus piernas parecían no responderle a cada paso que daba. ¿Cómo en un instante pudo tener toda la felicidad del mundo en sus manos y al día siguiente sentir que había perdido todo lo que amaba? Entonces recuperó la esperanza, una parte de él podría estar creciendo en su vientre y para ella eso era suficiente. Cuando entró a su casa se sintió en un lugar extraño, ajeno; el olor a humedad y el silencio le habían hecho olvidar como era su vida antes de conocer a John. Fue a su habitación y cerró los ojos. Sintió a John llegando a su puerta, había sobrevivido después de todo. Ella acariciaba su rostro  y sus lágrimas se mezclaban con las de él mientras la tomaba en sus brazos. Sintió sus manos ásperas acariciando su vientre hinchado, deseando la llegada de su hijo. Escuchó la risa de su hijo junto a su padre mientras los dos trataban de pescar algo en la playa para la cena. Nunca había sido tan feliz de imaginar su vida al lado John. De repente sintió un dolor agudo en su vientre. Sentía que estaban desgarrando su único tesoro, lo único que le quedaba de aquel hombre. Quiso gritar, pero sabía que nadie respondería, nadie vendría a ayudarla. Solo quiso arrodillarse y rezar por su dolor.  Un hilo de sangre comenzó a correr por su entrepierna y lloró inconsolablemente. Ahora ya no le quedaba nada de aquel hombre porque el mar se lo había llevado para siempre. 

lunes, 14 de abril de 2014

Carta para Carmen

Adorada Carmen:

Mientras era testigo de un sol naciente pude apreciar una familia de cetáceos viajando muy cerca de nuestro barco. Hermosas criaturas y sus sonidos anunciando su paso por este mundo, entregándome el privilegio de ser el único testigo.  Pensé en nosotros y recordé aquel día cuando nos despedimos justo antes de zarpar. Pensé en todas las veces que hablaste de formar una familia juntos y yo solo cambiaba el tema deliberadamente. Si tan solo supieras el miedo que recorrió todo mi cuerpo de tan solo imaginar mi vida anclada a una casa, un terreno, un espacio tan minúsculo comparado con la infinitud de este enorme lugar al que he convertido en mi hogar. No, no podría imaginarme fuera de aquí. Eres libre de pensar que soy un ser egoísta y abominable por impedir que trunques mi vida con tus anhelos, pero con el tiempo entenderás que no es egoísmo y que no soy aquel con quien quieres formar una familia. Confieso que aún guardo en mis recuerdos el día que vi tu nombre escrito en el dorso de aquella carta. Sabía que eras tú la mujer que amaba y que amaría por el resto de mi vida. Pensé en lo bello que sería poder llevarte conmigo, además de mis pensamientos. Cuando te pedí que compráramos el barco de Giangrandi con el dinero de la casa, pensaste que me estaba mofando de ti, y nunca me tomaste en serio. En verdad quería emprender mi viaje contigo, quería recorrerlo junto a ti oteando cada centímetro de belleza oculta en este mar profundo. De repente sentí que dejaba de amarte y creí injusto seguir a tu lado engañándote. Huí despavorido, lo reconozco, y ahora estoy extrañándote más que nunca. Ojalá un día decidieras venir conmigo y dejarás atrás todos tus miedos. Sé que tienes el coraje de un picador, domarías cualquier tormenta con tu sola mirada. Solo olvida aquella tristeza en la que te hallas sumida y acepta que tu alma es tan libre como la mía, y tu dolor no es porque yo no te amo, sino porque te niegas a soltar las amarras de tu pasado para emprender el viaje conmigo.

Desde mi ventana



Desde mi ventana, soy espectadora matutina. Todos los días igual. Un gran edificio, sucesión de universos huecos, habitados por diversos personajes de una misma obra. En la primera ventana de la izquierda, es la voz marchita de Elisita Zamudio la que se asoma, hipnotizando los corazones de quienes anhelan cantar himnos en nombre de su creador. Dos pisos abajo, mirando su reflejo melancólico en el espejo, Facundo Herrera olvida su hipocondría después de hablar con su hijo, tras un abandono de varios años. Tres ventanas a la derecha, sobre una mesa, una taza de té acompaña una hogaza que Alicia Santamaría guarda con recelo para que no se termine pronto. Todos tienen un enemigo común: el tiempo. Los amenaza constantemente, cada día, cada segundo que transcurre. Todos quieren homologar sus penas por algunos segundos más. Es cuestión de astucia, como los zorros. Si tan solo pudiera regalarles un poco del tiempo que me sobra sentada en esta ventana, les daría a mis zapatos oficio, y me iría de puerta en puerta. Tal vez hornearía una torta, la de zanahoria es mi favorita. Podría esconder en ella algunos fragmentos de tiempo, para que no se den cuenta.